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Sir Edmund Hillary, de Auckland, Nueva Zelandia, recibió
de la Reina Isabel de Inglaterra el título de Caballero del Reino
como resultado de su conquista del Monte Everest en 1953; más tarde,
compartió la dirección de una expedición científica
que cruzó el continente antártico en 1957-58. En la actualidad,
encabeza una expedición, patrocinada por The World Book Encyclopedia,
al interior de las elevadas cumbres del Himalaya. |
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EL MOMENTO más culminante de mi vida no
fué en ocasión de hallarme en la cumbre del Monte Everest,
sino cuando logramos llegar con nuestros tres tractores agrícolas
al tope del ventisquero Skelton en la meseta polar, a 2500 metros de altura.
Una de mis obligaciones en la expedición antártica era establecer
una ruta desde el estrecho de McMurdo hasta la meseta y de allí hasta
Polo Sur. En un principio, proyectábamos hacer esto con equipos de
perros, ya que no poseíamos Sno-cats, el vehículo ideal para
nuestros fines. Teníamos, sin embargo, tres tractores livianos y
decidí aprovecharlos si era posible, ya que un rendimiento satisfactorio
de dichas máquinas nos daría una fuerte línea de apoyo
hasta los aviones Beaver que también estábamos usando. Los
tractores eran corrientes, con llantas de caucho y una correa que pasaba
sobre sus ruedas para mejorar su estabilidad. Invertimos algún tiempo
tratando de mejorar su rendimiento, pero al internarse en nieve espesa,
quedaban atascados.
Partimos el 14 de octubre de 1957 y recorrimos 290 kilómetros sobre
la meseta glacial de Ross. La nieve blanda nos dió algunas dificultades,
pero logramos continuar nuestro camino y establecimos un punto de parada
al pie del glaciar Skelton. Desde allí, nuestra misión consistía
en abrirnos camino hasta el glaciar. Este tiene 145 kilómetros de
largo, con muchos precipicios, y se eleva de 300 a 2450 metros de altura.
Logramos finalmente ascender el glaciar con nuestras cargas, aunque no sin
algunos sobresaltos. Habían puntos donde los precipicios estaban
ocultos por la nieve. La nieve sostenía la rueda delantera de los
tractores, pero cuando las ruedas traseras se internaban también
en ese punto, se hundían ya veces llegamos hasta a dudar de la posibilidad
de rescatarlos. Cruzamos una región de 60 precipicios, más
o menos, y nos atascamos en varios. De haber tenido menos fortuna, nos habríamos
estrellado en sus profundidades, aun cuando habíamos unido un tractor
al otro por medio de cuerdas, a fin de detener la caída si se precipitaba
alguno. El tiempo era malo y la visibilidad muy escasa, de modo que nuestro
temor de internamos en las regiones de malos precipicios era constante.
Yo había dispuesto que un avión con esquís volase hasta
un punto dado sobre la meseta. Dicho avión habría de traer
tres o cuatro hombres y un par de equipos de perros. Nuestra meta era ese
punto de reunión. Nos abrimos camino hasta la cabeza del glaciar
y aún nos hallábamos a unos 50 kilómetros de dicha
posición. Estábamos tropezando con fuertes vientos y nieve
a la deriva, lo cual hacía difícil la navegación; sin
embargo, continuamos nuestro avance de la mejor manera posible, dependiendo
del Sol y de los picos circundantes. Resultaba difícil tomar posiciones
precisas a causa de la escasa visibilidad. Atravesamos nieblas y derivas,
experimentando frío intenso y otras incomodidades. Finalmente, después
de lo que pareció ser una eternidad, atravesamos un muro de bruma
y vimos con asombro que unos tres mil metros más allá había
un triángulo negro: la carpa de nuestro punto de reunión.
Este fué el momento que me causó más emoción.
Sabía que si lográbamos llegar con los tractores a dicha posición,
nos sería posible seguir nuestro avance y llegar finalmente al Polo. |
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Fuente: Revista Mecánica Popular - Volumen 27 -
Diciembre 1960 - Número 6
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